La solemnidad y recogimiento del Día de Todos los Santos contrasta con el carácter alegre y carnavalero de su versión mexicana, esto es, el Día de Muertos. Cada festividad cuenta con uno o varios dulces típicos, y esta celebración dedicada a los difuntos no es la excepción.
De raíces indígenas y coloniales, el pan tradicional mexicano del Día de Muertos suele tomarse entre el 1 y el 2 de noviembre y actúa también como ofrenda. Es por ello que se coloca en los altares de los familiares fenecidos, como si de una corona de flores se tratase.
Juntamente con el atole, los tamales o las calaveritas de azúcar, el pan de muertos permite rendir un sentido y delicioso homenaje a los fallecidos, con el buen humor y espíritu festivo que caracteriza a la nación tricolor.
Más que un dulce mexicano: ¿cómo es el pan de muertos?
El pan de muertos se describe como un pan dulce, redondo y oloroso, disponible en múltiples tamaños. Su inconfundible diseño, con dos ‘huesos’ cruzados, es uno de sus signos distintivos. Guarda similitudes con el pan de yema oaxaqueño, aunque su receta es bien distinta.
Los ingredientes para el pan de muerto son accesibles, por lo que se trata de uno de esos postres mexicanos que pueden prepararse en casa. Además de la harina de trigo, los huevos y la levadura panadera, este bollo mexicano contiene ralladura de naranja, agua de azahar o esencia de vainilla, leche entera y una dosis de azúcar y sal al gusto.
Naturalmente, el proceso de cómo se hace el pan de muertos mexicano entraña una cierta dificultad, razón por la que muchos deciden adquirirlo en su repostería o panadería de confianza.
Pan de muertos: de ofrenda a la diosa Cihuapipiltin a dulce típico del Día de Muertos
Como la fiesta que conmemora, la historia del pan de muerto mexicano combina las celebraciones precolombinas con aquellas introducidas por la cristiandad tras el descubrimiento de América. Su primer registro formal data de 1938, con la publicación del recetario Repostería selecta: el arte de hacer pasteles de Josefina Velázquez de León de González. Sin embargo, las raíces de este dulce se hunden en los pueblos mesoamericanos.
Dentro de la mitología mexica, la deidad Cihuateteoh o Cihuapipiltin (consagrada a las mujeres que fallecían al dar a luz) era la destinataria del pan de muertos, por entonces elaborado con semillas de amaranto y sangre humana. Con esta ofrenda, se pretendía apaciguar la ira de esta diosa, causante también de enfermedades infantiles, según la superstición indígena.
Profundizando más en el significado del pan de muerto, su diseño circular vendría a representar el ciclo vital, mientras que las bolas y secciones cruzadas simbolizarían al cráneo y los huesos humanos, cuya disposición tampoco sería casual: su cruzamiento alude a los puntos cardinales, apuntando a deidades como Xipetotec, Quetzalcóatl o Tezcatlipoca, de suma importancia en la cosmogonía náhuatl.
Con la venida de los conquistadores y otros colonos europeos, esta práctica experimentó cambios significativos. La sustitución de la sangre por azúcar teñida de rojo, por ejemplo, empezaría a confeccionar origen del pan de muertos tal como lo conocemos.
Más que una pérdida de identidad, el pan de muertos evolucionó favorablemente, y sus rasgos típicamente mexicas abrazaron a los introducidos por los españoles. Este hermanamiento no resta ni un ápice de la mexicanidad de este dulce, pero subraya una vez más que las cocinas fusión no son un invento moderno.
Como señala el antropólogo Stanley Brandes en su Skulls to the Living, Bread to the Dead, «de España proviene la existencia de panes especiales y dulces a base de azúcar, la costumbre de depositar estos y otros alimentos en las tumbas y altares, la práctica de la mendicidad y otros mecanismos distributivos» que festividades como el Día de Muertos asimilaron con éxito.